Este largo escrito por
“entregas”, nace de forma casual en el trascurso de un desayuno, cuando al
mencionar mi “adorada nietina” su miedo a los tsunamis, me hace rememorar mi
primera estancia en los USA y en Alaska, allá por el año de 1957, y lo mucho
que en un dado momento (marzo – abril de 1964), me afectó el saber de los
efectos de uno de estos fenómenos sísmicos sobre una peculiar población, a la
que a pesar de mi corta estancia en ella (cinco días), durante muchos años me
sentí especialmente vinculado.
Me estoy refiriendo a
Whittier, “población” y puerto estratégico en aquellos momentos, en las
inmediaciones de Anchorage, a la que entonces se accedía únicamente por medio
de un corto ramal ferroviario del “ARR” (Alaska Railroad), a través de un largo
túnel; por vía marítima o bien aérea.
Dado lo extraño que
eran en aquellos finales de la década de los 50s las salidas al extranjero, a
mi regreso de los USA, la maestra me pidió que hiciese en clase una exposición
sobre lo que había visto y aquello que más me hubiese llamado la atención. Inmediatamente
me referí al citado Whittier. Así cuando afirmé que había estado en un pueblo
de Alaska con una población aproximada a las 600 personas, las cuales vivían
todos juntos en dos edificios únicos, que estaban dotados de todos los
servicios comunales, me llamaron al unísono “bolero”: sinónimo de mentiroso a
lo gordo. Según avance en la narración, aclarando que uno de los edificios
autónomos lo habitaban sobre 400 militares y que el otro estaba ocupado por los
200 componentes de la comunidad civil, incluidos algunos niños, el calificativo
de “bolero” arreció, pasando al grado de “super bolero”.